Hacía un rato largo que
esperaba en la esquina más alejada, precisamente a la entrada del mísero poblado.
Pequeña aldea construida alrededor de la calle principal, un camino
polvoriento, como los alrededores desérticos. La población, presumo, no
sobrepasaría las doscientas almas, con sus respectivos cuerpos. La carretera
más próxima distaba unos dos kilómetros, por lo que de vez en cuando circulaban
vehículos, que ni por casualidad se acercaban a tan miserable caserío. Dos
kilómetros precisamente eran los que debí
caminar desde que descendí del
autobús de larga distancia. En la carta que recibí, respondiendo a un aviso
aparecido en un rotativo de la capital, prometiendo el oro y el moro, decía:
“Debe presentarse sin falta el catorce de febrero a las once horas, en la
entrada de Villa Enciso”. Luego, los detalles de cómo llegar a tan remoto
paraje.
La tarde iba transcurriendo lenta, polvorienta, monótona,
sin ninguna novedad, de qué o quiénes me
citaron; por ser la hora de la siesta no asomaba cosa ni ser alguno, humano o
animal, ni siquiera se oía el característico chirriar de la chicharra, clásico
en el verano. No apareció en esas circunstancias.
Lo único que se movía de a ratos, eran unos remolinos polvorientos a ras del suelo impulsados por
ráfagas de aire tórrido. Cansado, hastiado, sofocado por la inútil espera, opté
por resguardarme del sol, ubicarme bajo un
angosto alero de chapas herrumbradas que gemían a cada golpe de viento.
Por suerte o previsión estaba ataviado con prendas veraniegas. Hacían más
soportable el bochorno.
El sol hacía horas que había pasado el cenit, y comenzaba a
declinar, proyectando sombras largas.
Al
asomar los últimos rayos solares, escuché el atenuado sonido de un motor. Desde
el poniente avanzaba un bulto oscuro acompañado de una densa nube de polvo. Cuando
quise acordar, una negra limusina se detuvo casi encima mío, se abrió la ventanilla delantera y surgió
una mano enguantada que me entregó un sobre amarillo precintado. Apenas lo
tomé, el oscuro vehículo partió raudamente en dirección de nuevo al poniente,
la nueva nube de polvo de la partida tardó en apariencia un rato más largo en
disiparse. Al mirar el sobre recibido, al frente lucía una combinación de
letras y números y debajo la imagen de un código de barras.
Las
sombras me rodearon. Debí abotonarme la chaqueta, pues una tenue pero fría
brisa comenzó a soplar desde mis espaldas. Doblé el sobre amarillo y traté de
orientarme, encaminándome hacia un bajo edificio iluminado con una tonalidad
amarillenta. Al acercarme y entrar, el panorama no era más auspicioso que el
exterior: tres mesas de madera con dos sillas en cada una, un destartalado mostrador, detrás de la cual
un delgado individuo ataviado con burdas y oscuras prendas, que contrastaban
con el color de su rostro y manos: blanco amarillento, su mirada parecía
muerta. El blanco de sus ojos, también amarillentos se destacaban de su iris,
verde amarillento como escupida de mate. Sus movimientos eran lentos. En el
momento en que lo vi estaba ocupado limpiando, podríamos decir, unos turbios
vasos, que daban la impresión de estar esmerilados, turbios. Detrás del
mostrador colgaba un espejo. Al acercarme y reflejarme, no difería demasiado de
la imagen del dependiente. Quedé mudo de la impresión. Salió de detrás de la
barra y me acompañó a una de las mesas y retiró una de las sillas para que me
sentara. Señaló hacia mi bolsillo que
guardara el sobre amarillo, e hizo un gesto para que se lo entregara. Acto
seguido, de detrás del mostrador extrajo un envase con un líquido turbio y
amarillento, me sirvió un vaso, lo tomé y sentí un adormecimiento primero en
las piernas, luego en el resto del cuerpo. Miré mis pies y manos. Se iban
volviendo polvo…amarillento, luego la nada…
El
dependiente sacó de un rincón una escoba y barrió el montón de polvo hacia afuera
del local. Casi simultáneamente sonó una bocina en el exterior. El dependiente
salió. Era la misma limusina negra. Se abrió el vidrio delantero, surgió la
mano enguantada, entregándole un sobre amarillo precintado con código de
barras. El dependiente, como un autómata penetró al local, volvió con la
botella del líquido amarillo, bebió largamente, casi de inmediato se deshizo en
polvo, que una ráfaga repentina esparció hacia el desierto.
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