martes, 23 de abril de 2013

DEL POLVO VENIMOS


        Hacía un rato largo que esperaba en la esquina  más alejada,  precisamente a la entrada del mísero poblado. Pequeña aldea construida alrededor de la calle principal, un camino polvoriento, como los alrededores desérticos. La población, presumo, no sobrepasaría las doscientas almas, con sus respectivos cuerpos. La carretera más próxima distaba unos dos kilómetros, por lo que de vez en cuando circulaban vehículos, que ni por casualidad se acercaban a tan miserable caserío. Dos kilómetros precisamente eran los que debí  caminar desde que descendí  del autobús de larga distancia. En la carta que recibí, respondiendo a un aviso aparecido en un rotativo de la capital, prometiendo el oro y el moro, decía: “Debe presentarse sin falta el catorce de febrero a las once horas, en la entrada de Villa Enciso”. Luego, los detalles de cómo llegar a tan remoto paraje.
         La tarde iba transcurriendo lenta, polvorienta, monótona, sin ninguna novedad, de qué o  quiénes me citaron; por ser la hora de la siesta no asomaba cosa ni ser alguno, humano o animal, ni siquiera se oía el característico chirriar de la chicharra, clásico en el verano. No apareció en esas circunstancias.
         Lo único que se movía de a ratos, eran unos remolinos  polvorientos a ras del suelo impulsados por ráfagas de aire tórrido. Cansado, hastiado, sofocado por la inútil espera, opté por resguardarme del sol, ubicarme bajo un  angosto alero de chapas herrumbradas que gemían a cada golpe de viento. Por suerte o previsión estaba ataviado con prendas veraniegas. Hacían más soportable el bochorno.
         El sol hacía horas que había pasado el cenit, y comenzaba a declinar, proyectando sombras largas.
Al asomar los últimos rayos solares, escuché el atenuado sonido de un motor. Desde el poniente avanzaba un bulto oscuro acompañado de una densa nube de polvo. Cuando quise acordar, una negra limusina se detuvo casi encima  mío, se abrió la ventanilla delantera y surgió una mano enguantada que me entregó un sobre amarillo precintado. Apenas lo tomé, el oscuro vehículo partió raudamente en dirección de nuevo al poniente, la nueva nube de polvo de la partida tardó en apariencia un rato más largo en disiparse. Al mirar el sobre recibido, al frente lucía una combinación de letras y números y debajo la imagen de un código de barras.
Las sombras me rodearon. Debí abotonarme la chaqueta, pues una tenue pero fría brisa comenzó a soplar desde mis espaldas. Doblé el sobre amarillo y traté de orientarme, encaminándome hacia un bajo edificio iluminado con una tonalidad amarillenta. Al acercarme y entrar, el panorama no era más auspicioso que el exterior: tres mesas de madera con dos sillas en cada una,  un destartalado mostrador, detrás de la cual un delgado individuo ataviado con burdas y oscuras prendas, que contrastaban con el color de su rostro y manos: blanco amarillento, su mirada parecía muerta. El blanco de sus ojos, también amarillentos se destacaban de su iris, verde amarillento como escupida de mate. Sus movimientos eran lentos. En el momento en que lo vi estaba ocupado limpiando, podríamos decir, unos turbios vasos, que daban la impresión de estar esmerilados, turbios. Detrás del mostrador colgaba un espejo. Al acercarme y reflejarme, no difería demasiado de la imagen del dependiente. Quedé mudo de la impresión. Salió de detrás de la barra y me acompañó a una de las mesas y retiró una de las sillas para que me sentara. Señaló hacia mi bolsillo  que guardara el sobre amarillo, e hizo un gesto para que se lo entregara. Acto seguido, de detrás del mostrador extrajo un envase con un líquido turbio y amarillento, me sirvió un vaso, lo tomé y sentí un adormecimiento primero en las piernas, luego en el resto del cuerpo. Miré mis pies y manos. Se iban volviendo polvo…amarillento, luego la nada…
El dependiente sacó de un rincón una escoba y barrió el montón de polvo hacia afuera del local. Casi simultáneamente sonó una bocina en el exterior. El dependiente salió. Era la misma limusina negra. Se abrió el vidrio delantero, surgió la mano enguantada, entregándole un sobre amarillo precintado con código de barras. El dependiente, como un autómata penetró al local, volvió con la botella del líquido amarillo, bebió largamente, casi de inmediato se deshizo en polvo, que una ráfaga repentina esparció hacia el desierto.    

No hay comentarios:

Publicar un comentario